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El café de sobrecito

El café soluble de sobrecito me trae muchos recuerdos. Hoy, después de casi dos años de no hacerlo, me compré una cajita y cuando calenté el agua en el microondas, saqué mi termo y revolví la mezcla de capuchino, me transporté. 

Para ahorrarle unos pesos a mi inversión diaria, constante e imparable de café, me llevaba uno de esos sobres a la universidad, preparada para cualquier jornada larga que requiriera el 100% de mi atención (y el 100% de cafeína en mi sistema). Calentaba el agua en las oficinas de Vértice, junto con mi comida en tupper usualmente, en lo que platicaba con alguien en los sillones o con los coordinadores en sus oficinas. Me salía a comer a la terraza si tenía un aroma muy fuerte (aunque oliera bien, porque igual es un espacio compartido) y me sentaba un rato al aire libre. 

Ese sabor de café con azúcar y leche en polvo y dios sabe qué más, venía con horas extra frente a alguna pantalla, pero también la compañía de mis amistades. Iba de la mano con atardeceres fríos vistos desde la explanada principal, el sol llevándose lo poco que quedaba del calor de otoño. Implicaba que eventualmente acercaría a mi facultad, para una clase o regresarme a mi casa, pero siempre en dirección al edificio 17. 

A veces no me hacia efecto, no lo voy a negar. Nada que no pudiera complementar con una Coca fría de la maquinita, aunque eso le quitaba el chiste al ahorro que estaba intentando hacer, ¿no? Pero bueno, cualquier excusa para darme un break de la vida académica, tan solo unos minutos.

Y es que se me acerca el break definitivo de la vida académica. En diciembre, si todo sale bien, estaré completando todos los requisitos para poder llamarme Licenciada. Debería venir con más pompa y circunstancia, emociones encontradas y hasta más expectativa, quizás. Pero la realidad es que llevo un largo rato sintiéndome... Como si ya fue ese break. Un break-up debería llamarle, porque se rompió esa parte que me hizo entrar a estudiar en primer lugar. Hace tiempo ya que la escuela y yo, si bien tenemos una relación competente, no somos las amigas más cercanas que pensé que seríamos. Y quizás es normal, tomando en cuenta la manera en la que se derrumbó y deshizo casi todo lo conocido el año pasado, con la llegada del COVID-19. 

Pero el otro día volví a pisar un campus universitario (albeit, no el mío), y casi pude sentirme como la Regina de 18, entrando a su universidad por primera vez, conociendo a gente (y a su mejor amiga) desde el día 1; ver a personas sentadas en las bancas leyendo o estudiando, pasar por salas de estudio y bibliotecas con alumnos enfocados y relajados, me refrescó una memoria que ya había dejado atrás. Casi me podía visualizar ahí mismo, reencontrando mi atracción por el aprendizaje... 

Quién sabe. En el futuro, maybe. Ahorita estoy segura de que, cerrando mi etapa universitaria, quiero pasar un tiempo lejos de un salón de clases. Es lo que llevo haciendo toda mi vida, así que vamos a sacudirnos de esta larga rutina. Aunque no diría que esa “indiferencia” alrededor de mi graduación se quitó, pues al menos puedo decir que ya no es tan gris como lo sentía. Ya he hablado de que la nostalgia en mí es una carga diaria, tanto así que la mayoría del tiempo no siento el peso de extrañar tanto. 

Hoy al menos, sí quiero reconocer que extrañaré esa etapa increíble en la carrera. Hoy, sí me doy permiso de llorarle un poquito otra vez al estilo de vida que se fue en la pandemia; pero también me doy permiso de reconocer mi trayectoria, y agradecer  que, a pesar de sentir que no lo hacía, llegué. Con el cabello de otro color y un espíritu casi completamente cambiado, con más miedos e incertidumbres que nunca frente a mi, con amistades más sinceras y queridas y con una vida por delante de mí.  


Foto como evidencia de que sí subí un cerro con mi hermano y sus amigues.


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